La Pagoda de Fisac, una obra maestra. La demolición de un edificio único e irrepetible
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Si en enero de 1999 salía al mercado la revista Demolición & Reciclaje, auspiciada por la editorial Rocas y Minerales para acercar a los lectores profesionales a este sector cada vez más creciente e importante, hasta entonces poco considerado en la industria de la construcción y huérfano de fuentes de información, seis meses después, a finales de julio, la polémica saltaba a la prensa al comenzar las excavadoras de demolición a derribar uno de los edificios emblemáticos de la arquitectura madrileña de los años 60, un símbolo de los más carismáticos y singulares de la capital: la sede de Laboratorios Jorba, conocida como la «Pagoda» por sus formas asimilables a las tradicionales construcciones japonesas.
Al igual que nuestra publicación, en 2024 se cumplen los 25 años de la desaparición de aquel icono, hoy cuasi universal, que desató un importante revuelo cuando las máquinas armadas con martillos y cizallas entraron en acción y las protestas de la gente llegaron al escándalo por la incomprensible actitud del Ayuntamiento de Madrid ante el hecho, que no sólo no tenía a la Pago da inscrita entre sus edificios protegidos, sino que permitió impávido que se consumiera la destrucción de esta señera obra firmada por el arquitecto, urbanista y pintor manchego Miguel Fisac Serna (1913-2006), natural de Daimiel (Ciudad Real), el más conocido internacionalmente de quienes hicieron la renovación moderna de la arquitectura española en la segunda mitad del siglo XX. Su trabajo es escalofriante, pues realizó en total unas 600 obras, 36 de ellas en Madrid.
Una torre original y llamativa
El complejo de la Pagoda se construyó entre noviembre de 1965 y septiembre de 1967 y se componía de varios edificios y dos zonas diferenciadas: por un lado, las naves para producción y almacenaje de medicamentos, de planta libre y geo metría longitudinal, cubiertas por una ingeniosa solución técnica de elegante belleza que el mismo Miguel Fisac había diseñado fijándose en los osarios de las vacas y bautizó como «vigas hueso», piezas huecas prefabricadas de hormigón, de sección triangular, unidas con barras de acero postensado, con las que conseguía grandes luces sin pilares intermedios.
Por otro lado, un edificio a modo de torre de 6 plantas cuadradas, con sótano, que albergaba las oficinas, la biblioteca y la cafetería. La peculiaridad del bloque estribaba en que cada planta, de 16 metros de lado, aparecía girada 45º respecto a la inferior sobre un eje central, unidas las aristas de cada prisma con una envolvente de paraboloides hiperbólicos de hormigón visto. Este tipo de hiperboloide –conocido popularmente como «silla de montar»– generaba entre plantas figuras triangulares y superficies curvas.
Dentro de su complejidad aparente, al ser una superficie reglada, pudo construirse a partir de rectas y, por lo tanto, se generó el encofrado utilizando listones rectilíneos, sin necesidad de acudir a encofrados curvos. La torre se sustentaba sobre 8 pilares metálicos céntricos situados en la proyección de las plantas, y quedó rematada por un pináculo ubicado sobre el núcleo central de las comunicaciones, las escaleras y el ascensor. Este efecto oriental de elegantísima pagoda, que identificó a la torre de mayor atrevimiento formal de la ciudad, pretendía crear una silueta inconfundible que atrajera la atención de conductores y viandantes hacia el edificio, uno de los requisitos impuestos por el cliente a Fisac.
En este proyecto tan especial, el arquitecto manchego demostró su brillantez con una propuesta de soluciones originales y provocativas que eliminaba los límites espaciales y olvidaba las restricciones presupuestarias, elevando la obra por encima de sus coetáneas. El resultado fue posible gracias al gran conocimiento sobre el hormigón que Fisac había adquirido durante su carrera y en los viajes que hizo por el mundo, sobre todo al norte de Europa y por los países de oriente. El maestro consideraba el hormigón un material maleable que no podía mantenerse semioculto en estructuras y cimentaciones, sino que debía mostrarse de manera funcional y expresiva, dejando a la vista el material estructural, algo nada habitual en las construcciones de la época, que solían recubrirse con otros elementos como el ladrillo o la piedra.
«Levantar» la torre de arriba abajo
La devoción de Fisac por el hormigón pretensado como nuevo material de construcción, una técnica reciente en la España del momento, comenzó con la pura experimentación y pronto se convirtió en patentes que hicieron de sus proyectos auténticas obras de arte, logrando una fusión perfecta entre ingeniería y arquitectura. Precisamente, por su huella de hormigón, la peculiar obra madrileña de la Pagoda está considerada como uno de los emblemas desaparecidos del reputado «brutalismo », una corriente arquitectónica que se derivó de la precariedad de la posguerra mundial y cuya idiosincrasia se reconocía tanto en la sobriedad de los materiales –hormigón, ladrillo, metal– como en la funcionalidad de las construcciones (ejemplo vigente de brutalismo en Madrid es el edificio Torres Blancas).
Así como la solución estructural de las naves adjuntas a la Pagoda respondía al sistema de las vigas hueso ideadas por Fisac, con las que se aligeraba el peso de la cubierta y a la vez se resolvía la impermeabilización y se conseguía una entrada de luz cenital uniforme, la torre era más teatral en su resolución técnica: la estructura se realizó con pilares y forjados metálicos que luego se ocultaron con una piel de hormigón ejecutada con encofrado de tablilla, lo que permitió resolver la forma compleja resultante. Fisac, absolutamente cuidadoso en todo el proceso de ejecución de sus obras, quiso que la fachada se fuera construyendo de arriba abajo, de tal manera que el hormigón vertido que pudiera caer no salpicara los pisos inferiores.
El edificio resultante, una figura muy sugerente y cambiante a la luz del sol, se convirtió pronto y de forma unánime en símbolo de la nueva arquitectura contemporánea y, precisamente por su expresividad, fue bien acogido por la mayor parte de los madrileños, que lo contemplaban al pasar con sus vehículos camino del aeropuerto de Barajas, dado que el conjunto se situaba a la salida de Madrid, pegado a la carretera de Barcelona, o por los foráneos que entraban procedentes de Zaragoza y la Ciudad Condal.
Desde su construcción y por su originalidad expresiva, además de su atractivo visual, el edificio se transformó en icono. De hecho, fue uno de los tres proyectos españoles, junto con uno de Ricardo Bofill y otro de Lluís Clotet, seleccionado por el Museo de Arte Moderno de Nueva York, el Moma, para su exposición de 1979 sobre la arquitectura de los años 1960-1980 (Transformations in Modern Architecture).
A la Pagoda le llegó su hora
La hermosa torre de los Laboratorios Jorba fue admirada durante tres décadas, hasta que el responsable de la firma y propietario del inmueble, José María Jorba Puigsubirá, que fundó la empresa en 1957, anunció a principios de 1999, seis meses antes del derribo, su intención de vender la Pagoda, dado que el negocio farmacéutico había cerrado su actividad una década atrás, aunque siguió funcionando varios años más como fabricante de productos para otros laboratorios. En enero de ese año la vendió al grupo inmobiliario Lar y Whitehall (Goldman Sachs) por 2.200 millones de pesetas (13,3 millones de euros) y los nuevos propietarios, según el propio Jorba, no tenían intención de tirarla sino de reformar el conjunto para hacer una ampliación del inmueble.
Sin embargo, utilizando la excusa de aumentar la edificabilidad de la parcela, permitida dentro de los planes urbanísticos, pues la construcción original no la agotaba, el grupo Lar no dudó en pasar por encima del «brutalismo expresionista» del maestro de Daimiel y procedió a su derribo para realizar posteriormente otro edificio con más suelo construido y, por tanto, con una plusvalía urbanística indiscutible.
Miguel Fisac, artífice de obra tan alabada por los organismos más prestigiosos en la materia y con el reconocimiento unánime de la profesión, a raíz de la venta, contó que «hace un mes o dos vinieron a verme dos arquitectos jóvenes de Valencia. El grupo Lar, los nuevos propietarios, les habían encargado la ampliación, la transformación del edificio en oficinas. Me dijeron que no tenían ninguna intención de destruir un edificio tan llamativo. Estaban encantados de que siguiera en pie. Luego parece que la cosa se complicó. Los arquitectos municipales dijeron estupideces, que la obra no cumplía la normativa contra incendios... Cuando lo hice, en 1965, todo estaba bien y, si querían, me podrían haber llamado para poner unas escaleras exteriores».
Esta obra cumbre sucumbió por la confabulación de dos causas adversas: la primera, que los terrenos en que fue edificada, que en su momento estaban fuera de Madrid y apenas tenían valor, fueron integrándose en la progresiva expansión de la ciudad y subieron enormemente de precio. A los hechos nos remitimos: la parcela de 5.959 m2 que ocupó la famosa Pagoda de Fisac, pasó de tener 9.233 m2 de superficie total construida a los 16.343 m2 del actual edificio Merrimack, un bloque de oficinas de siete plantas de escaso valor arquitectónico levantado sobre sus ruinas. Con ello se consiguió la máxima explotación del solar. La segunda adversidad fue que el Ayuntamiento de Madrid, que cataloga cualquier cosa con más de cien años, aunque no tenga ningún valor, se «despistó» al analizar esta obra maestra y la dejó fuera de su catálogo de edificios protegidos; luego, sus responsables no pudieron –ni tampoco quisieron– hacer nada para parar la demolición, aunque la gente y muchos arquitectos de todo el mundo clamaron contra semejante barbaridad.
Entre todos la mataron y ella sola se murió
La singular Pagoda y aledaños no pudieron resistirse a la especulación inmobiliaria que desde finales de los años 90 y hasta el año 2008, cuando nos enganchó la crisis, presidió nuestra economía, formando una de las mayores burbujas económicas de la historia de España, la cual explotó obligándonos a poner los pies en el suelo y recordándonos que por el interés monetario se ha destruido sin ningún pudor buena parte de nuestro patrimonio nacional.
Esta es sin duda la principal razón, los meros intereses económicos derivados de construir un edificio con mayor superficie útil, es decir, la pura y simple especulación urbanística, que en aquella época las Administraciones permitían con alegría en pos del desarrollo económico general y del beneficio de los caudales públicos en particular –la especulación suele cebarse en el patrimonio urbano y arquitectónico de las ciudades convirtiéndolo en mercadería–. A este pretexto se unieron otros burdos, además del ya señalado por el arquitecto del incumplimiento de la normativa contra incendios vigente en 1999, y varias teorías más para poner fin a tan singular edificación, como los celos profesionales, el fundamentalismo racionalista o la teoría de la conspiración del propio arquitecto, que vivió la demolición de la Pagoda como una vendetta del Opus Dei, organización que quiso destruir su imagen como arquitecto por abandonar el poderoso grupo religioso en el que había militado muchos años antes.
Miguel Fisac afirmó que fue su pública desafección con el Opus, al cortar su vínculo con la entidad religiosa después de casi 20 años de relación, el verdadero motivo de la destrucción de su obra, siendo la mano negra, según el arquitecto, el propio Ayuntamiento de Madrid, con su alcalde José María Álvarez del Manzano a la cabeza. Aseguró que el derribo fue una represalia a esas diferencias entre la institución religiosa y Fisac. Éste había construido decenas de iglesias durante el franquismo gracias a su cercanía al Opus y vio descender radicalmente el número de encargos cuando abandonó la obra para casarse en 1955.
Por si todo esto fuera poco, una formidable desidia funcionarial se añadió al cóctel letal: la miopía administrativa, encabezada por la ceguera del Ayuntamiento de Madrid y su alcalde, que fueron incapaces de mostrar la más mínima sensibilidad y en su mala praxis administrativa «olvidaron », primero, una ley que protegía desde el principio este tipo de edificios y, después, buscaron las excusas para no aplicarla. Hasta hubo irregularidades en la votación de la licencia de demolición de la torre.
Según el consistorio madrileño, la finca era legalmente propiedad privada y no estaba catalogada como protegida porque, cuando el Ayunta miento elaboró el catálogo de edificios protegidos para el nuevo Plan de Urbanismo de 1997, dejó fuera la Pagoda por ser una construcción moderna y además industrial, así que consideró que no debía tener demasiado valor, y por tanto sus dueños podían hacer con ella lo que quisieran, que lo hicieron dos años después, cuando, como hemos señalado, el grupo Lar decidió que si lo derribaba y construía uno más grande podría sacar una mayor rentabilidad económica al solar.
La Pagoda estaba protegida
Cuando entraron en acción las máquinas demoledoras, la gerencia municipal de urbanismo se exculpó con el argumento de que el edificio de Miguel Fisac nunca había sido catalogado para su protección por los expertos, pero hay constancia de que otra pudiera haber sido la realidad. Los expertos aludidos mostraron pruebas de que fue propuesta su protección integral en el informe presentado a la comisión asesora, de la que la oficina municipal del plan formaba parte. Se sabe que la Pagoda fue incluida en el Proyecto de Catálogo de Edificios y Conjuntos de Madrid, con el registro ISBN número 84-500-2402-1 y Depósito Legal M.42111-1977, catalogada como Elemento de Carácter Singular, dentro de la relación elaborada por el arquitecto Juan López Jaén entre los años 1974 y 1977, quien lo atestiguó con documentación. Pero, además, ese elemento singular fue homologado como tal por el propio Ayuntamiento de Madrid en el pleno celebrado el 30 de septiembre de 1977: «Como prueba documental básica para preservar la ciudad de demoliciones salvajes, escamotear o provocar declaraciones de ruina y otras acciones que perjudican al conjunto urbano». El acuerdo plenario de la sesión municipal que catalogó la Pagoda fue publicado en el Boletín Oficial de la Provincia de Madrid de fecha 8 de noviembre de 1977, junto con la relación de elementos de carácter singular y sus planos, a escala 1:5.000.v Es decir, un ayuntamiento de la predemocracia protegió un edificio que consistorios ulteriores dejaron desprotegido. Más tarde, las cosas se embrollaron con un baile de fechas distintas entre expertos y el consistorio a propósito de una reunión de la comisión de patrimonio de urbanismo, a la que de pronto llegó la alarma sobre la inminente destrucción de la Pagoda. Entonces todos quisieron impedir su demolición cuando ya era tarde y nadie tuvo imaginación ni arrestos para paralizar las obras de derribo, con lo que se consumó el desastre bajo las protestas de la gente y el disimulo de los gobernantes de la capital. La falta de escrúpulos de unos, los intereses ocultos de otros y la desidia de todos proyectaron una sombra de desdén sobre la Pagoda y entre todos la mataron y ella sola se murió.
Ya fuera una sola de estas excusas o todas juntas a la vez, el misterio, nunca esclarecido del todo, sigue rodeando la causa real por la que tan bella estructura, uno de los edificios más emblemáticos de Madrid, sede de Laboratorios Jorba, fue desarbolada por las cizallas demoledoras de las máquinas hace 25 años.
Lo único que consiguió el escándalo a raíz de la estulticia generalizada es que se crease un debate en torno a su desaparición y a la figura de Fisac y su importancia para la historia de la arquitectura española moderna. La demolición fue tildada por los medios como un acto de «terrorismo cultural», y nada más ser demolido, el propio Ayuntamiento, «arrepentido» de semejante latrocinio, propuso reconstruir el edificio en otra parte, a lo que el arquitecto se negó.
Demolición con premeditación y alevosía
El 13 de mayo de 1999 se concedió la licencia por el ayuntamiento para demoler la Pagoda, aprobada en la junta de distrito de San Blas, trabajo que empezó un mes antes, según un vigilante del inmueble contiguo, pero no se hizo público hasta ya empezada la obra de derribo, que tuvo lugar durante la última semana de julio y la primera de agosto, es decir, a escondidas, con premeditación, alevosía y cuando no había nadie en Madrid.
El día que comenzó el derribo, el 20 de julio de 1999, un grupo de arquitectos, vecinos y personas contrarias a la demolición se concentraron delante de la Pagoda para intentar paralizar la orden, cosa que no consiguieron. Ni tampoco surtió efecto la protesta ante la prensa de arquitectos, ingenieros, historiadores de arte y la encendida defensa del edificio por parte del decano del Colegio de Arquitectos de Madrid. Nada pudieron hacer por impedirlo. Las dos empresas responsables de la deconstrucción, Coarsa, encargada de ejecutar la obra de demolición, y el grupo Lar, nuevo propietario del terreno, iniciaron su actuación el día señalado y las máquinas comenzaron a moverse en el entorno y a «morder» las primeras aristas de la torre a partir de esa fecha.
Fisac, ya con 86 años, tuvo que asistir a esta humillación innecesaria y aprovechó la fotografía publicada en el diario ABC para realizar un apunte rápido a acuarela (ver página anterior) del principio de esta demolición, que se vio interrumpida momentáneamente al presentarse en la obra la gente dispuesta a parar el destrozo. Era de esperar: la indignación y las críticas estallaron en la calle, en protestas, en manifestaciones, en la rebeldía de los arquitectos, en medio centenar de artículos en la prensa. Unos y otros, impotentes, vieron cómo se consumaba el inexorable derribo de la señera infraestructura, que no opuso resistencia alguna a la implacable acción de las excavadoras O&K y Caterpillar con la librea de Devoconsa equipadas con cizalla y demoledor, provocando en los primeros días de agosto la ruina del edificio emblema de la modernidad arquitectónica española.
«Esfuerzos para no ser rico»
Sirvan las palabras del arquitecto para explicar lo que pasó: «Me ha gustado mucho la reacción de las gentes, de la prensa, de mis paisanos y sobre todo de mis compañeros arquitectos. Nunca me comunicaron nada sobre esto, me enteré por otros. El alcalde de Madrid, aunque es amigo mío, me dio la impresión de que estaba decidido a no enterarse. Pasado un tiempo, el concejal del Urbanismo me llamó para decirme: “El alcalde ha sentido mucho este derribo y dice que estaría dispuesto a comprarle el proyecto y edificarlo en otro sitio”. Le contesté: no lo acepto, porque si no dirían que me habíais comprado o que yo me había vendido; y eso sería una indecencia».
Fisac dejó escrito que más tarde llegó a pensar que cuando viera al alcalde... «dada nuestra amistad, le preguntaré: “¿Cuántas coacciones has recibido para no querer ver ni oír nada durante los numerosos días que ha durado el derribo?”. Me consta que en este asunto ha habido muchas presiones y, luego, unos a otros han pretendido echarse las culpas... Más que nada me da pena este asunto porque he visto las malas intenciones de mis enemigos».
Miguel Fisac demostró su bonhomía cuando confesó en una ocasión: «Yo nunca tuve apetencias de nuevo rico y me refiero a coches, barcos, fincas, mansiones, etc. Tampoco procuré amontonar dinero, ni colocarlo de una manera rentable y conveniente, como se puede demostrar... Repito: hago verdaderos esfuerzos para no ser rico. Los grandes negociantes de la arquitectura no quieren saber nada de mí, no coopero en negocios sucios... Más de una vez he dicho que pretendo que mi arquitectura sea siempre buena y económica, nunca cara. Sin embargo, no han faltado quienes han creído que yo, debido a la fama, cobraría más que otros profesionales. ¡Simples conjeturas! Yo cobro y he cobrado siempre la tarifa, la que es igual para todos los arquitectos».
El caso es que se acabó la pagoda del número 30 de la calle Josefa Valcárcel, un edifico a caballo entre la arquitectura asiática y los sueños futuristas de la época, y perdimos su silueta alabeada de vidrio y hormigón, uno de los edificios más interesantes, innovadores y expresivos de la capital madrileña. Uno que no era antiguo ni opulento, pero que nunca mereció ser víctima de nuestras máquinas de demolición.
Conservar edificios modernos
Aunque sólo fuera por razones de simbología, representación y que se trata de un hito de la arquitectura, la conservación de este patrimonio, si bien no puede considerarse histórico en relación a su edad, debería ser tenida en cuenta por los organismos públicos competentes en la materia. El conjunto arquitectónico de Laboratorios Jorba era una creación que manifestaba, desde un punto de vista técnico, los recursos constructivos del momento, configurando la utilización de patentes propias del autor, como las vigas-hueso de hormigón postensado en la zona de distribución y producción de la empresa, así como el cerramiento exterior de la torre de oficinas por medio de paraboloides hiperbólicos, lo que imprimió al edificio su originalidad y estilo.
Sea como fuere, ni el avanzado desarrollo técnico ni su belleza estructural y funcional, ni el hecho de que fuera un símbolo de Madrid e incluso de la arquitectura contemporánea mundial, pues recogía lo mejor del movimiento «expresionismo brutalista», caracterizados por el empleo descarnado del hormigón, lograron salvar este maravilloso edificio de su cruel destino. Tan respetado y admirado era por los madrileños que lo vieron en funcionamiento durante treinta años que su demolición en julio de 1999 supuso una de las pérdidas más dolorosas del patrimonio arquitectónico moderno español, que quedó en la memoria de la gente y, aún hoy, existe una iniciativa para recoger firmas a favor de su reconstrucción en los terrenos del antiguo Hospital del Aire de Madrid, muy cerca de su primigenia ubicación.
Si algo bueno trajo la desgracia de su derribo y el escándalo ocasionado es que sobre sus escombros se cimentó una historia de la Pagoda que caló en la sociedad y su demolición despertó la conciencia colectiva de conservar no sólo edificios históricos sino también actuales, una tendencia que comenzó a sensibilizar a ayuntamientos y organismos oficiales y que hoy se mantiene.
Su ejemplo sirvió para que surgieran planes de conservación de edificios modernos y calara en las Administraciones la conciencia de mantener este patrimonio y evitar que vuelva a ocurrir una desgracia como la que sufrió la obra de Miguel Fisac, que el 4 de agosto de 1999 dejó de existir. Ese día la Pagoda, un mito de la arquitectura española del siglo XX, se perdió para siempre.
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